Ernesto
Espeche
Considerar
que los derechos humanos están determinados históricamente, implica tomar en
cuenta las particulares situaciones por las que se atravesaba en un determinado
momento. Por eso, en las siguientes páginas se analiza el contexto político y
social que se vivió a partir de la Declaración Universal en 1948, es decir,
desde que los derechos humanos lograron un cierto consenso mundial, y
comenzaron a incluirse bajo esa denominación también a los derechos económicos,
sociales y culturales.
LAS
NACIONES UNIDAS Y LOS DERECHOS HUMANOS: ESCENARIO MUNDIAL A MEDIADOS DEL SIGLO
XX
La
Declaración Universal de los Derechos Humanos fue la primera proclamación que
hicieron en esta materia las Naciones Unidas en la posguerra, el 10 de
diciembre de 1948, en Paris.
La
Declaración fue objeto polémico desde el comienzo, por las diferentes
interpretaciones que de ella se hicieron, particularmente por los intereses de
mantener la hegemonía del enfoque liberal individualista, que partía de la
concepción decimonónica de las libertades individuales como único derecho
humano posible. Tal interpretación era insostenible, a pesar de la guerra fría
y de la corta membresía de la organización por aquel entonces cuando solo se
contaba con la tercera parte de los Estados que la integran en la actualidad.
La
Declaración significaba un avance con relación a las ideas oficiales de los
siglos anteriores. Aunque recogía las ideas provenientes del iusnaturalismo y
sobre la naturaleza contractual del Estado, también expresaba el estado del
pensamiento social de su momento histórico. Temas tales como la discriminación
racial, social y económica, el derecho al trabajo, la educación, la salud, la alimentación,
el vestido, la vivienda, la seguridad social y la propia identidad cultural
aparecen registrados allí.
La
gran discusión, que se hace recurrente, acerca de si se puede hablar de
derechos colectivos o si éstos son solo individuales, parece superada por la
historia misma, aunque no por la ideología. Lo cierto es que el derecho a la
libre determinación de los pueblos constituye el primer artículo de posteriores
pactos relacionados con los Derechos Civiles y Políticos y sobre Derechos
Económicos, Sociales y Culturales, derechos argumentados y justificados por las
Naciones Unidas.
Pero
repasemos ahora el contexto internacional en los momentos previos a que las
Naciones Unidas firmaran la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Desde
1939 se desarrollaba una guerra terrible que implicaba a gran parte de la
comunidad internacional, en la que se alineaban de un lado las potencias del
Eje y del otro los Aliados. Esta guerra se había convertido en un conflicto
radical entre
Estados
que perseguían una política racista y de expansión imperialista agresiva por un
lado, y Estados que cada vez más venían a asumir el papel de defensores de la
paz y la libertad de los individuos, por el otro.
Aunque
de tendencia imperialista, Estados como Inglaterra, Francia y Estados Unidos se
oponían al hegemonismo agresivo de las potencias del Eje; del mismo modo,
Estados socialistas como la URSS se enfrentaban al racismo y al expansionismo
que Alemania perseguía. La causa de la guerra residía en el desprecio de las
libertades y los derechos humanos, proclamado por Hitler.
Se
pensaba, luego de la guerra, que si se quería evitar la repetición de los
desastres provocados por el nazismo, era necesario tomar conciencia de la
importancia del binomio paz–derechos humanos y trabajar en la posguerra para
que estos valores se transformasen en la finalidad esencial de todos los
Estados. Antonio Cassese, autor italiano, considera que así, poco a poco, se
abre camino un nuevo iusnaturalismo, es decir, la idea de que el respeto a los
derechos humanos, juntamente con el mantenimiento de la paz, han de constituir
el punto sin retorno de la nueva comunidad mundial.
Diversas
voces se elevan para proclamar este neo–iusnaturalismo. La primera fue la del
líder norteamericano F. D. Roosevelt. Él había sido el presidente que impulsó
el New Deal, el rescate moral contra una sociedad en que las desigualdades
económicas y sociales hacían la vida más insoportable para los desprovistos que
para el resto. Su proyecto tenía como condición el respeto mundial a cuatro
libertades: la de palabra y pensamiento, la religiosa, la de necesidad
(derechos económicos y sociales) y la libertad del miedo (reducción de
armamentos).
Otras
fuerzas actuaban al mismo tiempo y en la misma dirección, como las asociaciones
hebraicas o el programa personalista de Emmanuel Mounier y el humanismo
integral de Jacques Maritain. Fue este último quien en su libro “los derechos
del hombre y el derecho natural” hablaba de construir la sociedad de la
posguerra sobre cuatro caracteres: debe ser personalista (la sociedad es un
todo compuesta por personas cuya dignidad es anterior a aquella); comunitaria
(el bien común es superior al de todos los individuos, pero sin que ello pueda
lesionar los derechos de cada persona); pluralista; y, por último, cristiana
(Dios, principal fuente del derecho natural). Para este autor era necesario
repudiar tanto al viejo individualismo burgués, como los diversos
totalitarismos de la época.
En
cuanto al contexto geo–político en el que aparecen estas nuevas voces
iusnaturalistas, podemos hacer el siguiente análisis. Por un lado estaban las
grandes democracias occidentales: Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia. Pese
a sus tendencias imperialistas y a las discriminaciones efectuadas dentro de
sus imperios coloniales, y pese a las desigualdades que existían dentro de la
madre patria, ellas se alineaban igualmente a lo largo de un eje de sustancial
respeto por ciertos grandes principios de los sistemas parlamentarios
democráticos.
A
estos Estados se sumaban los países de América Latina que habían importado, a
través del paradigma del desarrollo (más tarde refutado por la Teoría de la
Dependencia) los modelos de gobierno y de gestión de la sociedad propios de
Occidente. Las potencias occidentales trataban de proclamar a escala mundial lo
que ya estaba estipulado en sus constituciones internas.
Frente
a ellos estaban, de un lado, la URSS, y, del otro, los países asiáticos. La
Unión Soviética estaba en contra de los derechos humanos no sólo porque el
gobierno stalinista era de raigambre autoritaria, sino también por el fuerte
peso de la teoría marxista.
Cuando
habla de la sociedad capitalista, Marx apunta que los derechos humanos son en
realidad la simple expresión de una clase –la burguesía- y que expresan en
términos universales y abstractos –por tanto mistificadores- las exigencias de
esa clase. No descienden de las alturas, sino que son concretamente planteados
por hombres en sociedades y épocas bien precisas.
Los
derechos humanos eran, para los soviéticos, profundamente históricos y reflejan
determinadas aspiraciones sociales de ciertos grupos. Así, sí es importante
conseguir su reconocimiento en sociedades capitalistas, ello se debe tan sólo a
que las libertades y los derechos pueden servir para subvertir más rápidamente
el orden existente. Por esto, tiene un valor instrumental.
Pero,
según esta teoría, esos valores no tienen sentido en la sociedad comunista, se
vuelven superfluos, porque ésta realiza la plena integración del individuo y la
comunidad, ya que las clases en conflicto quedan suprimidas y cada individuo
participa en la totalidad sin que subsistan más obstáculos o impedimentos para
la realización de su libertad y sus aspiraciones.
Así,
la doctrina de los derechos humanos estaba en conflicto con la ideología y con
la práctica en la URSS. Aunque no debe olvidarse el gran aporte de Marx en el
campo de lo que luego se llamó derechos económicos y sociales, además de la
contribución general a la teoría de los derechos humanos proporcionada por el
revisionismo marxista.
TIRONEOS
IDEOLÓGICOS EN LA REDACCIÓN DE LA DECLARACIÓN UNIVERSAL
Es
un aporte valioso revisar la situación, en el seno de las Naciones Unidas,
entre los años 1946 y 1948, es decir, precisamente en los años de elaboración
de la Declaración Universal. Para ello, nos apoyaremos en la visión de Antonio
Cassese.
Los
miembros de la organización mundial eran entonces 58. Entre ellos, 14 era
occidentales, en el sentido político; 20 latinoamericanos; 6 socialistas, de
Europa central y oriental (URSS, Checoslovaquia, Polonia, Ucrania, Bielorrusia
y Yugoslavia); 4 africanos; 14 eran asiáticos.
No
hay que pensar sin embargo, que ya el mundo estuviera dividido en tres grandes
agrupaciones: occidentales, socialistas y Tercer Mundo. Los países que hoy denominamos
en vías de desarrollo eran en gran medida filo-occidentales, no habían
adquirido, como dijimos, plena conciencia de su matriz político-cultural
diversa de la de Occidente.
Cuando
nos detenemos a observar cómo se comportaron éstos países en el debate sobre la
Declaración, se nota que las diferencias esenciales no se dieron entre
Occidente y Oriente, o entre el mundo industrializado (de tradición liberal y
estructura capitalista) por un lado, y los países pobres (asiáticos y
latinoamericanos) por el otro. El choque y el conflicto, en realidad,
estallaron entre las grandes democracias occidentales y los países de Europa
socialista.
Se
formaron, someramente, cuatro alineaciones:
•
Un grupo de países occidentales que asumió desde el comienzo el liderazgo y
condujo “el baile”: Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia, seguidos por otro
Estados del Occidente político.
•
El grupo latinoamericano, que defendió con vigor las causas de los derechos
humanos, a veces incluso más radicalmente que los mismos países industrializados
de occidente.
•
Contra estas dos formaciones saltó al campo de batalla, compacta e
intransigente, la Europa socialista.
•
Poco peso tuvieron los países asiáticos, excepto los musulmanes, no se
opusieron a las propuestas occidentales ni compartieron las objeciones
socialistas, más bien, expresaban las reservas dictadas por la tradición
cultural musulmana en materia de religión y de vida familiar.
Por
tanto, el choque ideológico central se estableció entre occidente y la Europa
socialista. La discusión que se trabó en las Naciones Unidas sobre la
Declaración fue íntegramente un fragmento de la guerra fría.
Los
occidentales propugnaron firmemente el evangelio democrático-parlamentario de
su tradición y se esforzaron constantemente por proyectarlo sobre el escenario
mundial. La política de Estados Unidos consistía en conseguir una declaración
que fuese la copia en papel carbón de la Declaración norteamericana de los
derechos del hombre.
Los
socialistas interpretaron esta acción como un intento de exportar en el ámbito
internacional los valores de Occidente, sobre todo para utilizarlos contra el
bloque de ellos; y reaccionaron instrumentalizando los derechos humanos y
limitándolos a medio de lucha político-ideológica.
En
este contexto, y como punto importante del debate, varios representantes de los
países socialistas subrayaron la importancia del derecho a rebelarse contra las
autoridades estatales, derecho que fue negado por otros, entre ellos, Estados
Unidos, como fuente de sedición y de subversión.
La
tesis de los occidentales consistía, como se dijo, en extender a nivel mundial
los conceptos iusnaturalistas, solemnes principios de las tres grandes
declaraciones en las que los derechos humanos habían nacido y florecido: Gran
Bretaña, Estados Unidos y Francia.
Sin
embargo, la Declaración se concibió gracias al impulso del mensaje de Roosevelt
en 1941. Pese a ello, los occidentales, olvidando aquello sobre la libertad de
necesidad y la libertad del miedo, propusieron proclamar a nivel mundial tan sólo
los derechos civiles y políticos y únicamente en la connotación sustancialmente
individualista que éstos habían revestido en los siglos XVIII y XIX. Tan sólo
posteriormente, ante la negativa de los países socialistas y bajo la fuerte
presión de los latinoamericanos (en este punto, importantes) aceptaron incluir
en la Declaración Universal también una serie de derechos económicos y sociales
totalmente desconocidos para los sagrados textos de la tradición occidental.
Por
su lado, después de una notable desconfianza, los socialistas aceptaron
colaborar en la elaboración de la Declaración tras haber comprobado que los
occidentales parecían dispuestos a incluir en el texto una serie de derechos
económicos y sociales.
De
este modo, formularon propuestas y enmiendas que, sin embargo, fueron
rechazadas en parte. Por eso, al final se abstuvieron en ocasión del voto sobre
el conjunto de la Declaración. Colaboraron partiendo del presupuesto de que
todos los derechos en la Declaración sancionados estaban plenamente reconocidos
y llevados a la práctica en sus países. Para ellos, la Declaración, por tanto,
no valía como meta a alcanzar sino para los países occidentales y el Tercer
Mundo, todavía oprimido por las potencias coloniales.
Una
primera línea de acción de los socialistas consistió en proponer:
•
la prohibición de discriminaciones de todo tipo,
•
impulsaron el derecho a manifestarse en las calles,
•
el derecho de las minorías nacionales a ver respetados sus derechos de grupo,
•
el derecho a la autodeterminación de los pueblos coloniales,
•
el derecho de los trabajadores a disponer de ingresos y periódicos para la
divulgación de sus ideas, y
•
pidieron que se previnieran mecanismos de puesta en práctica de los derechos
sancionados.
Dichos
mecanismos, señalados en el último punto, tenían que acompañar a los derechos
económicos y sociales. Pensaban que tales derechos, ampliamente reconocidos en
sus países, eran pisoteados a diario en Occidente. ¿Qué sentido tenía
(argumentaban) proclamarlos, si no se introducen mecanismos para garantizar su
real protección?.
Luego,
los socialistas aportaron un concepto fundamental, en este caso de matriz
ideológica más que política. Los derechos humanos han de acordarse mientras se
mantengan en el cuadro democrático, es decir, mientras no colaboren con los intereses
del fascismo. Para ellos, no es exacto el concepto occidental de que todos,
incluso quienes quieran destruirla, han de usufructuar la libertad.
Presentaron
al respecto varias enmiendas que se proponían limitar algunos derechos y
libertades civiles, aunque todas ellas fueron rechazadas. Los socialistas
sostuvieron, además, que los derechos humanos habrían de concebirse de manera
que fuesen compatibles con la soberanía estatal, habrían de convertirse en
realidad por obra de cada Estado en el marco de su sistema nacional. Ello marca
una contradicción con las exigencias, dirigidas a Occidente, de llevar
efectivamente a la práctica los derechos económicos y sociales y de permitir,
por tanto, interferencia internacional en la materia.
VENCEDORES
VENCIDOS
A
pesar de que la Declaración Universal refleja en gran medida la matriz de las
democracias liberales de Occidente, no imita totalmente a los grandes textos
del pasado. El mismo preámbulo contiene aquellas cuatro libertades planteadas
por Roosevelt, incluida la libertad de necesidad. No tiene el carácter
dogmático de la declaración francesa, más bien acoge el enfoque pragmático de
las declaraciones británica y estadounidense.
Una
de las principales carencias de la Declaración, para este autor, es su
limitación a remitirse a las leyes que cada Estado emanará para disciplinar la
materia que ha dejado al descubierto el texto internacional.
Se
establece que dichas limitaciones deben estar determinadas por la ley, la
moral, el orden público, el bienestar general, etc. Es evidente que se trata de
conceptos muy vagos. Encontramos entonces, afirma este autor, el mito de la ley
(entendida como curalotodo) de las Declaraciones del pasado. La experiencia de
los Estados modernos nos muestra que con excesiva frecuencia la ley puede ser
manipulada.
Más
peligrosa que las ambigüedades, quizás sean las frases genéricas de la
Declaración. Afirmaciones tales como “cada individuo tiene derecho a un orden
social e internacional en el que los derechos y libertades enunciados puedan
realizarse plenamente” o “cada uno tiene deberes respecto de la comunidad, sólo
si en ella es posible el pleno desarrollo de su personalidad”, marcan por falta
de datos concretos, tibios compromisos que comprometen su real implementación.
La
matriz iusnaturalista, inspirada e impulsada por Occidente, aparece ya desde el
preámbulo con valoraciones como la dignidad innata o los derechos iguales e
imprescindibles. Aunque esta concepción se encuentra atenuada en algún sentido.
Ante
todo, el derecho a revelarse contra la tiranía, está bastante diluido,
formulado sólo en el preámbulo y de manera indirecta. En este caso particular,
los países socialistas buscaban que este derecho se proclame abiertamente, pero
los occidentales se oponían por temor a legitimar la insurrección. La solución
de compromiso, como en otros aspectos, consistió en un reconocimiento
edulcorado.
Otra
atenuación del punto de vista iusnaturalista, en este caso, fue un logro de los
socialistas, consistió en no reconocer solamente al individuo como titular de
derechos, sino admitir junto a él también a los grupos sociales como sedes de
realización de su personalidad. A pesar de ello, la declaración tiene un fuerte
carácter individualista.
La
declaración significa, en síntesis, una gran victoria de Occidente. Éste
realizó el gran sueño de Roosevelt, ver proyectados sobre la escena mundial
algunos ideales de tradición liberal, enriquecidos empero por las instancias
sociales del New Deal.
La
Declaración expresó, solamente un conjunto de idealidades ético-políticas, sin
obligar jurídicamente a los Estados a obrar en conformidad con la Declaración
misma.
Es
cierto que Occidente logró no sólo que se aceptaran las ideas de un decálogo
mundial basado en los conceptos fundamentales de su tradición clásica, sino
también algunos conceptos específicos (por ejemplo el derecho a la propiedad) y
la exclusión del derecho a la autodeterminación de los pueblos. Pero también es
verdad que los socialistas redujeron notablemente la fuerza explosiva de las
ideas occidentales, haciendo aprobar algunos postulados fundamentales de la
ideología marxista.
El
debate sobre la Declaración posibilitó a los países socialistas la ocasión para
emprender su marcha hacia los derechos humanos. Antes desconfiaban de ellos
considerándolos una idea propagandística, posteriormente, al ver que se
reconocían los derechos sociales y económicos, colaboraron proponiendo
soluciones. Una vez aprobada la Declaración, concibieron gradualmente ese texto
como un punto de referencia ideal al que respetar.
EL
CARÁCTER INDIVIDUALISTA DE LA DECLARACIÓN
La
Declaración Universal de los Derechos Humanos comienza postulando que las bases
de la libertad, la justicia y la paz en el mundo (concebidas como realidades
sociales ontológicas intrínsecamente vinculadas) son el reconocimiento de la
dignidad inherente a todo hombre, así como de los derechos iguales e
inalienables del individuo humano.
Se
concibe al hombre como a un fin en sí mismo, como investido del atributo de la
dignidad en cuanto tal, además de igual en derechos a los demás, derechos que,
además, son inderogables.
Para
el autor cubano Lima, este presupuesto, a pesar de su brillantez expositiva y
la intención de enlazar la suerte de la humanidad a la del individuo concreto,
hace de muy corto alcance real a la declaración, en cuanto a sus posibilidades
para contribuir a resolver los verdaderos problemas del hombre de este tiempo.
Tenía
un elevado sentido en el siglo XVIII, una enorme carga humanista y
revolucionaria, pero hoy es insuficiente, pues no alude a las condiciones
sociales de la dignidad y de los derechos, a sus premisas sociales reales.
La
concepción del hombre en sí mismo deja de lado que el hombre no existe en
abstracto, sino en comunidades sociales concretas con relaciones muy precisas y
muy desiguales en el mundo contemporáneo, generadoras de una violencia
estructural que mira desde dentro del edificio de la comunidad internacional. A
propósito, ¿se puede hablar de comunidad internacional?, se pregunta el autor
cubano Miguel Lima; y agrega ¿o no sería más exacto denominarla asociación de
países?, y así acercarnos más a la real heterogeneidad del poder manifiesto en
sus marcos. Todo esto hace muy controvertible la supuesta igualdad de derechos
y dignidad personal.
KarelVasak,
colaborador de los autores de la declaración, afirmó que los derechos humanos
son de esencia individual en razón de sus titulares y sin embargo constituyen
un fenómeno social en virtud de su destino. La primera afirmación no parece muy
firme, porque si el genocidio constituye una violación de los derechos humanos,
si el derecho a la autodeterminación tiene como titular a los pueblos, si
consideramos el derecho a la preservación del medio ambiente, no cabe predicar
una esencia individual atendiendo a la naturaleza de sus titulares.
Aquí
resulta evidente que no sólo es necesario actualizar y precisar las
formulaciones, sino que se requiere un enfoque colectivista, no individualista,
pues la vida empírica muestra que las condiciones existentes en la sociedad
contemporánea determinan que no haya libertad sin autodeterminación, no haya
paz sin desarrollo, no haya justicia con explotación y opresión nacional y
social.
UNIVERSALIZACIÓN
Y DESPUÉS...
La
Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 vincula a todos los
Estados del mundo, pero no con los vínculos relativamente gravosos que se
desprenden de las normas jurídicas propiamente dichas. Los obliga con su peso
moral y político.
Por
su parte, el Pacto sobre los derechos civiles y políticos de 1966 (que permite
a los individuos acusar a los gobiernos por violaciones a los derechos humanos)
y el Pacto sobre los derechos económicos, sociales y culturales del mismo año,
tienen valores diferentes porque constituyen tratados internacionales
propiamente dichos, obligan a los países que expresamente los han aceptado por
medio del procedimiento formal de la adhesión.
Los
Pactos, en relación a la Declaración Universal, en un sentido son más fuertes
porque imponen imperativos jurídicos obligatorios; en otro sentido, en cambio,
son más débiles porque solamente implican a aquellos Estados que se han
comprometido.
En
todo caso, cada Estado es libre de atribuirse los órdenes institucionales, la
estructura política y el sistema económico que le son más propios, que reflejen
mejor las exigencias de su pueblo y las tradiciones nacionales. Lo único que
los textos exigen es observar un mínimo de preceptos referidos a las relaciones
entre la comunidad y el Estado. Pero cada país está autorizado a señalar
ciertas limitaciones referidas a los derechos y libertades fundamentales.
Cabe
preguntarse si es real esta supuesta universalidad de los derechos humanos, ¿se
entienden y ponen en práctica del mismo modo en todo el mundo, o haydiferencias
o distanciamientos mayores que los permitidos por los parámetros mismos?.
Una
primera respuesta es que esta búsqueda de la universalidad es vana y ociosa, ya
que ni siquiera dentro del grupo de Estados más homogéneo cultural, ideológica
y políticamente, se puede encontrar plena identidad de puntos de vista sobre
ciertos aspectos vinculados a los derechos humanos.
Es
evidente que algunas divergencias no se pueden eliminar; los derechos humanos
constituyen una materia tan intrincada, problemática y llena de facetas que los
desacuerdos resultan inevitables cuando se intenta llevar a la práctica estos
derechos. La universalidad es, por ahora, sólo un mito.
Hay
profundas divergencias en el concepto filosófico de los derechos humanos.
Mientras que para unos son propios de la naturaleza humana, para otros existen
sólo en la sociedad y en el Estado, y sólo en la medida que están
explícitamente reconocidos.
Otra
divergencia importante se refiere a las distintas concepciones culturales y
religiosas. Para unos proclamar estos derechos significa tutelar la esfera de
la libertad individual contra el excesivo poder de un Estado invasor, Para
otros, la libertad del individuo se realiza sólo en una sociedad en donde el
individuo pueda participar plenamente, sin trabas ni desigualdades, en la vida
de la comunidad.
Para
estos últimos, libertad no significa necesariamente poner freno a un poder
central cuando éste sea la verdadera expresión de la comunidad. El énfasis no
se pone ya sobre la dialéctica libertad-autoridad, como para los primeros, sino
sobre la dialéctica individuo-comunidad.
Más
radical todavía es la diferencia entre el concepto occidental y el que se
desprende de las grandes tradiciones asiáticas o africanas, para quienes la
autoridad pasa por la familia o las castas.
Otra
de las divergencias es el enfoque diferente que existe en el terreno de la
protección internacional de los derechos humanos. Surgen pues una visión
estatalista, fuerte en países de tradición socialista, y otra internacionalista
o metanacional, dominante en las democracias occidentales.
Para
los primeros no es tarea de los demás Estados o de la comunidad internacional
indagar sobre la observancia de los derechos humanos, apuntando a la no
injerencia en asuntos internos, salvo casos de extrema violación. Corresponde a
cada Estado, entonces, precisar los grandes parámetros en virtud de sus propias
leyes que especifican el alcance de aquellos derechos.
Radicalmente
diferente es la postura de los segundos, quienes consideran que el Estado
moderno debe convertirse en una casa de cristal en la que todos tengan derecho
a mirar para establecer si aquello que se acepta a nivel internacional se
convierte después en una realidad concreta en la vida cotidiana. Ese derecho a
supervisar desde el exterior puede ejercerse mediante la creación de mecanismos
internacionales de control.
Finalmente,
otra divergencia radica en el peso que se asigna al contexto internacional en
caso de violaciones a los derechos humanos. Para los países del Tercer Mundo,
por ejemplo, las violaciones de estos derechos, particularmente los económicos
y sociales, deben contemplarse en el contexto general, tanto de la situación
interna, como de la situación internacional en que dicho Estado se encuentra
Si
bien en los últimos años algunas de estas divergencias han ido mermando,
producto de la caída del socialismo, el auge de la globalización cultural y
económica, sumados al crecimiento de los organismos internacionales de control,
hablar hoy de la universalidad de los derechos humanos es apresurado.
Todavía
hay en el mundo sectores reacios a un fenómeno de semejante magnitud,
considerándolo un riesgo para la autodeterminación y una potencial herramienta
de dominación, cuestionando la transparencia de los organismos internacionales
de control ya existentes.
Pero
hay razones de fondo que van más allá. Es imposible que todo el planeta tenga
una igual valoración de los derechos humanos, éstas estarán determinadas por
las condiciones materiales e históricas de cada grupo social. Esto no quita un
hecho positivo, las crecientes reivindicaciones apuntan a un, cada vez mayor,
reconocimiento de los derechos humanos, lo que otorga a los movimientos
sociales un rol político invalorable.
BIBLIOGRAFÍA
AZCUYENRIQUEZ,
Hugo. “Derechos Humanos: una aproximación a la política”. La Habana, Editorial
de Ciencias Sociales, 1997.
CASSSE,
Antonio. “Los derechos humanos en el mundo contemporáneo”. Barcelona, Editorial
Ariel, 1991.
LIMA,
Miguel. “El hombre y sus derechos”. La Habana, Editora Política, 1994.
TULIAN,
Domingo. “Los derechos humanos: Movimiento social, conciencia histórica,
realidad Jurídica”. Buenos Aires, Hvmanitas. La Colmena, 1991.
http://www.carlosparma.com.ar
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